Laura Díaz Sanfeliu
Apéndice del libro "La Anorexia. Una locura del cuerpo" (2ª ed. 2004)
Voy a exponer a
continuación algunas reflexiones surgidas a partir de mi trabajo con
embarazadas y madres anoréxicas, un ámbito sobre el que hay poco escrito y en
el que la investigación en la que colaboro [1], dirigida por la doctora Carmen Bayo
Fernández [2], es pionera en España. Mi propósito es
llamar la atención sobre ciertos aspectos encaminados a prevenir conflictos
tanto en la madre como en el bebé, es un reclamo para tomar medidas en una
situación de claro riesgo para ambos.
Es obvio que el embarazo implica, entre otras cosas, fuertes cambios corporales; por otra parte, ha quedado suficientemente expuesto en este libro el quebranto que los trastornos de la alimentación provocan en el esquema corporal. Queda así justificada tanto nuestra inquietud cuando ambas condiciones se superponen, como la decisión de plantear cómo venimos observando que se articula la relación entre ambas.
La maternidad
supone para la mujer un importante ejercicio de flexibilidad psíquica: el parto
impone un doloroso tránsito de la embriagante sensación de plenitud experimentada
a lo largo de nueve meses a la vivencia de vacío y pérdida de una parte de sí
que conlleva la aceptación del bebé como sujeto; las famosas –a veces mal
diagnosticadas- depresiones post-parto, dan buena cuenta de ello.
En el caso de
las anoréxicas este proceso se complica; la inicial fusión con el hijo puede
experimentarse como invasora y, además, el cuerpo que ambicionaban controlar
cobra vida propia y denuncia la existencia de una sexualidad que en muchos
casos se pretendía sometida.
El interés por
el embarazo y el maternaje en las pacientes con Trastornos de la Alimentación es muy reciente. La necesidad de estudios
exhaustivos sobre las posibles dificultades a las que se pueden enfrentar a la
hora de ser madres, nos impulsó a poner en marcha el proyecto: un estudio piloto de seguimiento y
prevención de riesgos en embarazadas y madres (con hijos de edades comprendidas
entre los cero y los tres años) que padecen o han padecido en algún momento un
trastorno alimentario que lleva ya dos años funcionando. Nuestro objetivo
último es mejorar la atención sanitaria y el abordaje terapéutico en el día a
día. Se trata de investigar mediante un rastreo continuo dichas complicaciones
en el plano físico y, con especial énfasis, en el psíquico, tanto respecto a la
madre como al hijo y a la díada formada por ambos.
A pesar del
tiempo que venimos trabajando en este terreno, tenemos la impresión de que no
hemos hecho más que comenzar, pero al menos logramos plantear hipótesis y esbozar
algunas medidas de precaución.
Ya quedó claro
en las páginas anteriores: el tratamiento de la anorexia necesita de un
abordaje multidisciplinar. Por otro lado ¿existe algún otro acontecimiento
vital en que la biología, el psiquismo y lo social se encuentren más intrincados
que en el embarazo?. La preñada anoréxica se enfrenta a algo para lo que se
encuentra poco preparada: su cuerpo y su estructura psíquica deberán incluir al
“otro” que es su hijo, para luego excluirlo y ayudarle a su estructuración como
sujeto, todo ello arropada por un tejido social, más o menos contenedor. Vamos
por tanto a guiar nuestro recorrido a través de estos tres niveles
inseparables: bios, psique y social.
El cuerpo
Los estudios
sobre la reproducción en la anorexia son relativamente recientes. Durante los
años sesenta y setenta se dudaba que las pacientes con cuadros anoréxicos
pudiesen quedar embarazadas. Ya en la década de los setenta comenzaron a detectarse
casos de mujeres anoréxicas que habían recibido tratamientos de fertilidad. Los
ginecólogos advirtieron entonces de los riesgos que suponía esta práctica.
Durante los años
ochenta se comprobó que estas mujeres también podían quedar embarazadas de forma
natural. Comenzaron entonces a aparecer estudios que investigaban las alteraciones
reproductivas y las complicaciones asociadas al embarazo y el parto en estos
cuadros.
Los resultados
dicen en primer lugar que la infertilidad característica de estos cuadros es
reversible tras la recuperación del peso corporal, recuperación que, si bien
indica cierta mejora en la enfermedad, no supone una “curación” completa; pueden
presentar una considerable mejoría en su estado fisiológico y seguir sufriendo
el conjunto de características psicológicas de la enfermedad. Por otro lado, se
concluye que la pérdida de libido [3] que acompaña generalmente a las
anoréxicas no se ve reflejada necesariamente en la conducta sexual. Además, la
frecuente desinformación que sufren las pacientes, que a menudo piensan que no
pueden quedar en estado y por tanto no siempre toman medidas anticonceptivas,
hace que el embarazo sea a menudo inesperado.
Conviene también
tener en cuenta los casos en que esta patología está cronificada, considerada
como un hábito o estilo de alimentación; aquí tendremos mayores dificultades
para establecer un diagnóstico a tiempo que permita poner en marcha medidas
preventivas.
¿Por qué
aparecen estos contratiempos? Parece lógico pensar que el cuerpo maltratado de
la anoréxica no es el sostén ideal para formar una nueva vida. A esto se puede
añadir el hecho, avalado también por nuestra experiencia, de que pueden quedar
embarazadas con cuadros activos, incluso sin haber recuperado un peso
saludable. Esto nos obliga a observar de cerca la evolución de la enfermedad
durante la gestación.
¿Qué ocurre con
los síntomas alimentarios durante el embarazo? Un hijo es una gran motivación
para frenarlos, pero a menudo no basta. Las embarazadas son por lo general conscientes
del daño que pueden hacer a sus bebés e intentan controlar sus síntomas, pero
no siempre son capaces de hacerlo, lo que les provoca gran sufrimiento. A esto
se le añade que a menudo han de enfrentar esta situación solas, ya que el miedo
a recibir reproches de familiares y profesionales puede empujarlas a mantenerla
en secreto.
Por lo general,
los síntomas que estaban presentes antes del embarazo continúan durante el
mismo, aunque no de forma constante. Hay una tendencia a que éstos aumenten
levemente en el segundo trimestre y disminuyan de forma notable en el tercero.
¿Cómo se explican estos cambios? No tenemos respuestas definitivas, pero sí
algunas hipótesis: a partir del cuarto
mes el aumento de peso comienza a ser notable, pero la causa no resulta
inequívoca para las miradas ajenas hasta más avanzada la gestación; por otro
lado, la percepción de los movimientos fetales comienza, por lo general, hacia
el quinto mes, con lo que la presencia del hijo se hace más real; las hormonas
también ejercen en la última etapa del embarazo un restablecimiento del
equilibrio homeostático que puede tener efectos “sedantes” e incluso “antidepresivos”,
especialmente beneficiosos en nuestras pacientes.
Estos resultados imponen la necesidad de incluir a
estas pacientes dentro del grupo de “embarazadas de alto riesgo” y promover la
detección y actuación a nivel multidisciplinar en estos cuadros.
El psiquismo
Hemos visto
algunas posibles consecuencias médicas, pero la fragilidad psíquica que
acompaña este diagnóstico nos obliga a prestar especial interés a repercusiones
no por menos llamativas menos graves.
Respecto
a la estructura mental que subyace, como afirman los autores de esta obra, pese
a la aparente firmeza y una indudable tenacidad, en general es débil e
inestable. La anorexia induce a pensar en el control, la rigidez, el perfeccionismo,
las fobias, el aislamiento social... que encierran el miedo a crecer, a la
independencia, al desgobierno de los cuerpos, a la sexualidad adulta, etc. ¿Qué
lugar puede ocupar aquí el feto primero y el bebé después?.
Por otro lado,
hemos observado que la preocupación sobre los inminentes cambios corporales o
la incapacidad de controlar los síntomas mantienen ocupados gran parte de los
recursos yoicos de nuestras pacientes. ¿Qué “porción” de ese yo le queda
entonces a su futuro hijo? ¿Será capaz de establecer con él un vínculo sano?
Veamos brevemente tres bosquejos:
Luisa, 25 años. Sigue tratamiento psicológico y psiquiátrico desde hace años
y parece haber superado su enfermedad. A pesar de la separación del padre de su
hija al poco tiempo de nacer ésta, la familia de origen es capaz de contener a
la madre. El vínculo con su bebé durante el embarazo es sano y tras el parto es
capaz de ejercer su función materna.
Teresa, 27 años. Su cuadro está activo al quedar en estado y aparecen
síntomas durante la gestación, lo que oculta a los profesionales que la
atienden. Refiere haber buscado un hijo para curarse. El miedo a una recaída en la enfermedad y a no recuperar
la silueta tras el parto ocupan gran parte de sus pensamientos. El vínculo que
establece con su futuro hijo es pobre, será el padre el que asuma gran parte de
la función materna.
María, 30 años. El deseo de tener un hijo la
ayuda a mantenerse casi libre de sus síntomas, que parece haber controlado al
quedarse embarazada. La relación con su bebé es intensa y en ocasiones le
cuesta diferenciarse de él. Durante los primeros meses manifiesta dificultades
para asumir su rol materno, se muestra excesivamente ligada al niño y le cuesta
acompañarle en su proceso de separación-individuación, tarea en la que el padre, poco presente,
no ayuda.
Además de las
dificultades que ya apuntábamos en torno a la relación, aparece una fantasía
frecuente en estas embarazadas: la maternidad como la solución definitiva y
“mágica” a su enfermedad. El bebé corre
el riesgo de no poseer una entidad propia, viene al mundo con un objetivo:
curar a su madre. ¿Es el papel de “sanador” compatible con el de hijo? Es
cierto que un hijo aporta numerosos aspectos positivos para la madre, e incluso
puede ser una motivación muy valiosa a la hora de avanzar hacia la recuperación;
pero esta fantasía de curación absoluta resulta quimérica y un sobreinvestimiento del bebé atrapa a éste
en un papel designado que hace peligrar su diferenciación como sujeto independiente.
La figura
materna es clave en los primeros años de vida del niño, entre otras cosas, es
la encargada de transmitir los ritmos biológicos al bebé, que debe aprender
paulatinamente a autorregularse en el sueño, el hambre, los estados de humor...
A menudo esto es algo en lo que la anoréxica «fracasa», no parece raro por
tanto que puedan aparecer dificultades, como de hecho ocurre, en este terreno.
Muestran además confusión a la hora de valorar ciertas conductas infantiles,
como sobresaltos, miedos, la negación a comer... con frecuencia la madre no
tiene claros los baremos de “normalidad”. Habrá que ayudarla por tanto a
aprender a diferenciar los comportamientos propios del desarrollo de aquellos
patológicos. El pediatra es alguien muy indicado para desempeñar esta labor,
sin restar importancia a las enseñanzas de las abuelas, las amigas, otras
madres, etc. Hemos observado que un seguimiento pediátrico frecuente y cercano
ayuda a nuestras pacientes a ejercer su
función materna de forma más eficaz y segura.
Por otro lado,
muchas de nuestras madres expresan temor de que sus hijos lleguen a imitar sus
síntomas, sus manías... Estos miedos no son injustificados. A la diferencia se
llega desde la identificación y la primera figura de identidad para el niño es
su madre, que transmite inevitablemente mucho más de lo que desearía. La mirada
“acusadora” del hijo crea mucha
angustia, pero también ofrece aspectos positivos, una pregunta como “mamá, ¿vas
a vomitar?” enfrenta a la anoréxica con su enfermedad de forma más efectiva que
muchas posibles intervenciones
terapéuticas. De hecho, algunas pacientes que no habían logrado controlar sus
síntomas durante el embarazo lo
consiguieron con su hijo ya presente: “Cuando nació fue distinto, te tiene a ti, depende de
ti para salir adelante... ya llevo año y medio sin vomitar por él”.
Lo social
La relación
entre la futura madre y su bebé se ha relacionado inversamente con el estrés y
el apoyo social. Un ambiente contenedor resulta clave a la hora de paliar estas
dificultades a las que se enfrentan nuestras pacientes. El apoyo por parte de
los profesionales de la salud (psicólogos, psiquiatras, ginecólogos, etc.) y
por supuesto de las familias y el entorno social, ayuda a que la diada que forman la
madre y el niño se desarrolle de la forma más saludable posible.
Las parejas de
las mujeres anoréxicas son a menudo un sostén imprescindible tanto a lo largo
del embarazo como durante el maternaje. Hemos encontrado casos de «padrazos»
que asumían gran parte de la función materna al tiempo que contenían a la
madre, lo cual ha resultado clave para el buen desarrollo del niño. Pero no es
lo habitual; a menudo las anoréxicas establecen relaciones con hombres poco estables,
con los que se entabla una débil contención mutua que puede romperse en
cualquier momento. También encontramos a padres “normales”, capaces de ejercer
su función paterna pero no de ofrecer a la madre la contención “extra” que ésta
necesita. En estos casos el resto del entorno social tiene un papel
especialmente relevante.
¿Qué ocurre con
los abuelos? Su labor es complicada, es cierto que a menudo estas madres
necesitan un alto nivel de contención, pero no siempre los abuelos son los más
indicados para ofrecerlo. Tanto los padres de la anoréxica como sus suegros
ponen en duda con frecuencia, con más o menos razones que lo justifiquen, la
capacidad de la madre para ocuparse de su hijo. Si esto les conduce a actuar de
sostén y la madre se lo permite el resultado puede ser positivo, pero a menudo
su comportamiento es vivido como invasor y provoca rechazo.
Por otro lado,
como se recoge en este libro, la relación de la anoréxica con su madre está por lo general «mal resuelta», la madre de la
anoréxica es a menudo distante y, como reacción, sobreprotectora, provocando
dependencia. No es raro que la nueva madre se sienta cuestionada e incluso suplantada
en su función; para comenzar a ejercerla, la anoréxica debe abandonar el papel
de hija, algo difícil cuando su propia madre no está preparada para ayudarla en
esta tarea. Lo conflictivo de este vínculo explica que el embarazo tengamos que
contemplarlo en ocasiones como síntoma, como una forma de expresar lo que no
alcanza a ponerse en palabras; estoy refiriéndome a un posible pedido de ayuda,
un reto o provocación al entorno, un ensayo de autoengendramiento desde el que
empezar de nuevo...
Tampoco hay que
olvidar el importante papel que cumple el resto del escenario. En nuestra
sociedad actual se observa una innegable tendencia a juzgar a las madres: en la
familia, en el parque, en el colegio... el entorno opina sobre la crianza y
todos pensamos que la forma correcta de actuar es la nuestra. A la anoréxica se
le añaden las trabas de su enfermedad, a menudo denunciada por un cuerpo excesivamente
delgado o ciertas manías delatadoras. Las miradas ajenas cargadas de crítica
parecen inevitables... si añadimos además el enorme peso que les otorga la
anoréxica podemos tener los ingredientes necesarios para provocar el
aislamiento de la madre.
Pero esa
sociedad censora también contiene. Aunque queda camino por andar, la anorexia es ya cada vez menos concebida
como un “capricho” y una vergüenza que la familia debe ocultar. Es nuestro
trabajo informar adecuadamente a la sociedad para que ésta acoja de forma
conveniente a la madre enferma y a su hijo.
Ser o no ser... la ambivalencia de una madre adolescente anoréxica
Toda
adolescencia conlleva una crisis de identidad, un embarazo en esta etapa tan
temprana –salvo en el caso de culturas en las que se considera un hecho
habitual o embarazos accidentales-, podría hacernos pensar en problemas edípicos
no resueltos como fantasear un hijo del padre, conflictos de rivalidad o
identificación con la madre, etc. La anorexia complica aún más las cosas.
Conocí a Ester
hace cinco años y he podido seguir su trayectoria intermitentemente. El primer
encuentro tuvo lugar en el grupo terapéutico que realizaba en el Hospital. Entonces
te-nía catorce años y se encontraba dentro del programa de post-alta II, tras
un ingreso en el que fue diagnosticada de anorexia nerviosa purgativa.
Recuerdo sus
bonitos y expresivos ojos azules, entonces era muy impulsiva, manejadora, con
crisis disociativas... pero escuchaba, y su capacidad de empatía despertó en mí
una contratransferencia positiva que, a pesar
de su dificultad para mantener vínculos estables, permitió que me
utilizara como referente puntual en momentos difíciles.
Aquel trabajo en
grupo no pudo evitar posteriores reingresos a lo largo de tres años, ni algún
intento de suicidio que mejor debiéramos considerar llamadas de atención. En
estos casos la fui a ver y ella comentaba lo difícil que le resultaba ser
adolescente.
Retomé un
contacto más regular en seguimiento. Entonces iniciaba la relación con un
chico, le recomendé visitar al ginecólogo y la utilización de
algún método anticonceptivo. El ginecólogo no fue partidario de prescribirle la
píldora y quedó embarazada con diecisiete años. Se valoró la posibilidad de un
aborto ya que presentaba restricción, vómitos, autoagresiones y de nuevo un muy
alto grado de impulsividad; su ambivalencia y la presión de la familia del
novio por motivos religiosos, le hicieron decidir tener al pequeño. Durante el
embarazo la ingesta mejoró pero con restricciones, se golpeaba la tripa y, más
tarde, la espalda para no dañar al bebé. La ambivalencia se mantiene a lo largo
de todo el embarazo: «me curaré por él, pero... no quiero tenerlo...». El
último trimestre fue más tranquilo como es habitual.
En el parto,
eutócico y a término, dio a luz un bebé de peso saludable del que se pudo hacer
cargo los primeros meses sin que se observara la temida depresión postparto. No
dejan de preocuparla todo este tiempo los problemas con su chico, que a su vez
padece un fuerte trastorno de identidad. La madre de Ester, de fuerte carácter
tras una frágil apariencia y su padre, que pretende ser estricto pero no entiende
a su hija, responden y la respaldan, con lo que ella puede ponerse a trabajar.
Los bandazos
ambivalentes no la abandonan. Sigo viéndola de vez en cuando, son encuentros en
los que me participa lo más doloroso de su proceso –al exterior trata de transmitir
una imagen más afable y menos conflictiva-: perdió su adolescencia, se
arrepiente de haber tenido al niño pero es muy cabezota y le sacarán adelante
entre todos. Parece que me está dejando integrarla en el programa de madres que
tenemos en marcha. Veremos...
Para terminar
Mi doble
propósito con estas reflexiones es que resulten tanto alarmantes como
esperanzadoras. No pretendo negar de manera rotunda la posibilidad de que la
anoréxica ejerza de “madre suficientemente buena”, como la llamaría Winnicott.
De hecho, hasta ahora la mayoría de los hijos de las pacientes que intervienen
en nuestro estudio son niños sanos, tanto física como psíquicamente. Pero no
podemos obviar la existencia de importantes riesgos durante el embarazo y el maternaje y el
espacio contenedor que ofrece nuestra presencia.
Conocer estas
posibles dificultades permite actuar frente a las mismas y eludirlas en la
medida de lo posible. Consideramos que la política de prevención
resulta fundamental en el terreno que concierne a nuestra investigación.
Detectada la población de riesgo se impone una rápida intervención que, cuanto
más precoz sea, más evitará sufrimiento y prolongación de costosos (y no nos
referimos sólo al aspecto económico) tratamientos en la madre y el hijo.
En este sentido,
resultaría interesante trabajar de cara a la prevención de embarazos no
deseados o «no oportunos» (dada la situación de la madre), de manera que se
preparen en la medida de lo posible el cuerpo y la psique maternos para acoger
en el momento idóneo a su futuro hijo. La principal vía para conseguirlo es la
información; profesionales sanitarios, pacientes y familias deben conocer estos
riesgos.
Cuando el
embarazo ya es efectivo, lo que procede es detectar la situación e intervenir a
nivel multidisciplinar. Deben ser tratadas como embarazadas de riesgo y recibir
la atención psicológica necesaria tanto durante la gestación como después del
parto. Por lo general, las madres que han logrado desempeñar su función
adecuadamente son aquellas que han recibido apoyo terapéutico, lo que les
permite sentirse más seguras y transmitir esta seguridad a sus hijos.
Entre nuestros
proyectos se encuentra, además, la creación de “grupos terapéuticos” de madres
y embarazadas, como forma de ofrecerles un espacio donde compartir las
múltiples dificultades a las que se enfrentan durante su entrada en el mundo
del maternaje.
[1] Que se lleva a cabo en
el Hospital Niño Jesús de Madrid, Servicio de Psicología y Psiquiatría (Jefe
del Servicio: Dr. Gonzalo Morandé).
[3] En realidad no debería hablarse de pérdida sino de
desviación; existe un sobreinvestimiento pulsional aunque es cierto que
impregna todo el cuerpo y no se orientan a una sexualidad genital adulta.
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